Uno de los ecosistemas más ricos que hay ahora sobre este mundo corresponde al bosque tropical. La interacciones entre las distintas especies animales y vegetales son de una complejidad que producen admiración a aquellos que lo estudian.
Hay otros bosques menos complejos, pero que igualmente nos producen satisfacción al estudiarlos o simplemente al caminar por ellos. Incluso a veces nos proporcionan riqueza y materias primas.
Otras veces, por desgracia, los quemamos o los explotamos hasta su total destrucción y esos lugares, con su inusitada riqueza biológica, desparecen para siempre.
¿Cómo fueron los primeros bosques? No siempre los bosques fueron iguales a los actuales. Con un poco de suerte podemos investigar y pensar sobre los bosques primitivos gracias al registro fósil que nos permite un maravilloso viaje en el tiempo.
En el pasado hubo bosques por los que caminaron los dinosaurios. Hubo bosques sin flores poblados por coníferas o por calamites, cicadáceas, lepidodendros o incluso helechos arborescentes. Bosques por los que alguna vez volaron libélulas gigantes.
Algunos de ellos produjeron el carbón durante el periodo carbonífero, carbón que todavía quemamos o utilizamos por ejemplo para fundir el acero. Algunas especies que poblaron esos lugares se extinguieron y no dejaron ni fósiles, de otras nos quedan sus descendientes y otras sus restos fósiles.
Pero antes de que los dinosaurios llegaran, antes de que ningún mamífero, reptil o vertebrado caminara sobre la Tierra ya había bosques y los árboles que los poblaban eran distintos a los actuales.
Recientemente se acaba de hacer la reconstrucción de una de esas especies. En el siglo XIX ya se habían encontrado tocones de esta especie de árbol, pero hasta el momento actual no se habían encontrado las copas de los mismos.
Los fósiles analizados tienen unos 385 millones de años, por lo que se erguían sobre el suelo 135 millones de años antes de la llegada de los dinosaurios, momento que corresponde al periodo Devónico. El Devónico fue el periodo en el cual se desarrollaron los peces en el mar, pero sobre el suelo firme los únicos animales complejos eran artrópodos.
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Esta especie no tenía hojas individuales pero si frondas a la manera de los helechos, aunque no iguales a las de éstos.
Los investigadores creen que este ejemplar de árbol medía unos 8 metros de altura con una base muy masiva de casi 1 metro de diámetro, un largo y delgado tronco carente de ramas (pero con numerosas marcas) y estaba rematado en una copa formada por frondas. Las frondas estarían estructuradas de manera similar a la palma de una mano con sus dedos, de los que partían ramas y ramificaciones que efectuaría la fotosíntesis además de tener funciones reproductoras.
Más tarde se encontró otro ejemplar de casi 7 metros de altura que confirma el primer hallazgo.
Los expertos han clasificado esta especie dentro del género Wattieza gracias a que los apéndices de las ramas tienen las puntas recurvadas como en las especies ya conocidas, y claro signo de que las frondas se dejaban caer hacia el tronco.
Las marcas longitudinales del tronco probablemente se corresponderían a parte del sistema vascular del organismo, y otras marcas del tronco a la señales dejadas por las ramas al desprenderse del tronco. En esa época las plantas estaban compuestas, por tanto, por poco más o menos que palos que además efectuarían la fotosíntesis.
El descubrimiento ha ayudado también a determinar que los Eospermatopteris pertenecen a la clase Cladoxylopsida, que eran grandes plantas vasculares ya extintas con una morfología espectacular para su tiempo.
Recolectando toda la información disponible los investigadores consiguen reconstruir no sólo el árbol en cuestión, sino todo el ecosistema de hace 360 millones de años. Estos árboles crecerían juntos separados entre sí por unos pocos metros formando un bosque.
El suelo de este bosque estaría cubierto de las ramas muertas que los árboles dejaban caer periódicamente. Entre los árboles había arbustos de estructura similar, otras plantas y los precursores de las primeras coníferas. Los artrópodos vivirían del detritus de este suelo. Por éste se arrastrarían ciempiés, milpiés y otros invertebrados parecidos a las arañas y ya extintos. El suelo sería más luminoso que el de los bosques actuales porque las copas no tapaban toda la luz procedente del cielo.
Los Eospermatopteris de Gilboa parece que estaban construidos para optimizar la estabilidad mecánica y la reproducción por esporas. En contraste con los árboles actuales, representarían una opción económica en la que, aparte de la inversión necesaria en esporas para asegurar la reproducción, las ganancias de la fotosíntesis se invertía en el crecimiento vertical del tronco.
La extensión y aumento de este tipo de bosques probablemente haría que se absorbiera gran parte del dióxido de carbono de la atmósfera, inmovilizándolo en esos desperdicios que cubrían los suelos. Las ramas que se dejaban caer se componía principalmente de lignina y celulosa que quizás las bacterias no fueran capaces de metabolizar, lo que significa que sólo la erosión devolvería el carbono contenido en sus tejidos a la atmósfera. La temperatura bajaría al disminuir el efecto invernadero y el clima terminó siendo parecido al actual. La disminución del CO2 (necesario para la fotosíntesis) haría además que más tarde evolucionaran hojas planas que facilitara su captación.
Como se puede ver el análisis de una sola especie vegetal fósil puede dar para mucho.